lunes, 18 de enero de 2016

Proyecto Fobia (Capítulo 3)

¿Cuál es el límite del miedo?


Para leer el capítulo inmediatamente anterior a este (del pasado), pincha AQUÍ.
Para leer el capítulo anterior (el 2) escrito por José Carlos García Lerta, pincha AQUÍ.


3

La vidente y el domador

«No hay mayor dolor que el de acordarse de los tiempos felices en la desgracia», dice Dante Alighieri en su Divina Comedia. Era una de las frases que más triste ponía a Augie, cuando la comprendió en su totalidad. Y es que, él no recordaba momentos felices cuando miraba al pasado. Augie Remprelt siempre había estado sumergido en un espeso lodo de desgracia del que aún no había salido.

En realidad, no conocía mucho de su pasado, aunque lo que estaba claro es que no recordaba nada que encajara en el término «felicidad».

Hasta una noche en la que yacía acurrucado en su cama, después que su madre le mostrara el péndulo, cuando le preguntó si podía ir al cine con Clay y los demás chicos del circo. Solo bastaba con eso para mantenerlo bajo control. En cuanto el péndulo entraba en el campo visual del pobre Augie, una tormenta se desataba en su cabeza, y la palabra «fracaso» brillaba entre el caos. Entonces el chico se subía a la cama y permanecía hecho un ovillo hasta que el mareo se le pasaba, o hasta que vomitaba. Sus padres no le dejaban hacer nada, o casi nada. Augie llevaba cerca de un año sin pisar un suelo que no fuera el del recinto del circo.

Aquella noche, su padre llegó completamente borracho a casa. No era muy habitual en él, pero no era un hombre que se privara de la bebida. Augie fingía dormir, a pesar que a sus padres no les importaba en absoluto su presencia a la hora de hablar de cualquier tema. Escuchó los pasos irregulares de su padre pasar de largo por delante de su cama, descorrer la cortina que daba acceso a la cama de matrimonio que había en la parte posterior de la caravana, y hundir el colchón, donde su mujer lo esperaba.

—¿De dónde vienes, desgraciado? —oyó Augie preguntar a su madre, cuya voz era tan clara, que no dejaba lugar a dudas de que había estado despierta, a la espera, como una animal acechante. 

—De tomar el sol en la playa, no te digo —respondió su padre con un arrastre que casi se hacía imposible de entender—. ¿Tú qué crees?

—Como dentro de nueve meses me encuentre en la puerta a otra maldita criatura, juro que lo mato yo misma. Lo arrojo a las jaulas de tus fieras. Sería una muerte poética de esas, ¿no crees?

—Calla, mujer. ¡Calla!

El grito, mucho más claro que el resto de las palabras que había dicho el hombre, encogió aún más a Augie. ¿De qué estaba hablando Alyssa Remprelt, su madre?

—¿Por qué, eh? —replicó Alyssa—. ¿Por qué tengo que callarme? La única razón por la que decidí quedarme con el maldito niño, fue para que nadie me viera como una mujer estúpida que estaba con un hombre que la engañaba. Pero ¿sabes lo que ha cambiado ahora? —Hubo un silencio intencionado—. Que todo el maldito circo sabe lo cerdo que eres. ¿Dónde has estado? —repitió tras otra pausa. En ningún momento había levantado la voz más de lo necesario.

A continuación la caravana se sumió en un largo silencio. Augie pudo oír, por encima de los nerviosos latidos de su corazón, a los monos chillar de vez en cuando y algún que otro rugido de león o tigre. También se oía más débilmente los bufidos de los asnos y muchos otros sonidos animales. La voz ebria de su padre lo obligó a volver a prestar atención a  la conversación.

—No habrá otra criatura con una nota en la puerta dentro de nueve meses, te lo aseguro. Dejé las putas hace tiempo. Con una tuve suficiente. Sabes que no soy de los que tropieza con la misma piedra una y otra vez.

—¿Dónde has estado? —Su madre seguía firme, como siempre.

—Esta tarde, entrenando a los tigres, se me ha ido la mano. ¡El muy imbécil de Gato se negaba a hacer todo lo que le decía! ¡No me obedecía! Me sacó de los nervios y cambié la vara por un palo grueso y duro. Le golpeé hasta que empezó a dolerme el brazo. Ha muerto.

Entonces, ocurrió algo increíble. Su padre, el domador Alan Remprelt, comenzó a llorar. Augie percibía los sollozos asombrado. Era curioso lo que la bebida provocaba en su padre. Estando sobrio, era capaz de enfrentar a su mujer sin vacilar; ambos se golpeaban por igual en sus discusiones. Al fin y al cabo, él se enfrentaba a enormes bestias salvajes. Pero cuando el alcohol corría por sus venas, era como si le debilitara y le despojara de todas sus armas.

No obstante, Augie solo se permitió unos segundos de asombro, pues dentro de su cabeza la tormenta de fracaso había sido sustituida por la tormenta de su origen. Intentaba seguir escuchando lo que decían sus padres, pero sus pensamientos viraban sin parar hacia lo que habían dicho de los bebés dejados en la puerta.

—Eres un maldito desgraciado, ¿lo sabías? ¿Qué va a decir ahora Willy? ¡Nos puede echar del circo! —Por primera vez, su madre perdió los nervios. Pero los recuperó de inmediato.

—Lo sé.

—¿Y lo único que se te ha ocurrido hacer es ir al bar más cercano y ponerte hasta arriba de alcohol?

—Lo he enterrado antes de irme. Lo he enterrado. Alyssa, ¡he matado a un animal! Lo he matado. —Entre los sollozos y el efecto del alcohol en su voz, apenas era posible entender lo que decía.

—Mañana irás a hablar con Willy y le dirás que murió de repente —decidió con firmeza la mujer—. Invéntate lo que sea: que tenía una enfermedad o que le dio un infarto. Lo que sea. Willy es un viejo inútil que últimamente no se entera de nada. No habrá problemas…

Augie no pudo guardar más resistencia contra aquel pensamiento horrible que daba vueltas en su cabeza. Tenía casi diez años, y ya no se le escapan las dobles lecturas, no al menos cuando estas eran tan claras.

Su madre había dicho que si se encontraba a otra criatura en la puerta lo mataría ella misma. Obviando el hecho de lo despreciable y terrible que resultaba su sentencia, ella había dicho «otra». Eso quería decir que ya había habido una antes. Su padre lo aclaró todo más adelante, cuando recalcó sus palabras, asegurando que no habría otra criatura con una nota en la puerta dentro de nueve meses. Pero aún había otra frase más clara, que no dejaba lugar a dudas: «La única razón por la que decidí quedarme con el maldito niño, fue para que nadie me viera como una mujer estúpida que estaba con un hombre que la engañaba.»

¿Eso quería decir lo que Augie había deducido?

Si aquella deducción era correcta, él había sido la primera criatura de la que hablaban sus padres. Él había sido el bebé que había aparecido en la puerta de la caravana, con una nota de abandono de su madre verdadera —¡su madre verdadera!— y Alyssa, la mujer sin escrúpulos que hasta ese momento había sido su madre, lo había acogido y criado por vergüenza y orgullo.

Ahora entendía muchas cosas Augie Remprelt. Ahora comprendía la actitud de la mujer hacia él, y eso, le provocaba una extraña sensación de alivio. Sin embargo, al mismo tiempo, en su interior se desarrolló una intensa ola de rabia. Rabia hacia Alyssa. Rabia hacia Alan, su padre. Y Rabia hacia la mujer que lo había abandonado. Este era un sentimiento nuevo para él; nunca lo había experimentado, a pesar de todo. Y le asustó. Porque de pronto se sentía ahogado por esa ola roja, y notó que perdía el control de sí mismo, que una dolorosa influencia le impulsaba a levantarse y desatar su rabia contra algo…, o alguien.

Pero por suerte, esto no fue posible, pues al darse la vuelta en la cama, se encontró con los feroces ojos de su madre. (¡Ja, su madre!).

—Tú, de todo esto que has oído, ni una palabra. ¿Lo entiendes?

Y al tiempo que profería la advertencia y lo miraba fijamente, levantó el péndulo y lo situó a la altura de su rostro.

Al instante, la incipiente rabia de Augie se hizo añicos, al igual que un cristal golpeado por una piedra, y la ola retrocedió.

Y la familiar sensación de mareo volvió a apoderarse de él, producto de la tempestad desatada en su joven mente atormentada.




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