¿Y si fueras el último?
11
Algo se escurría por su frente. Algo húmedo. En un principio pensó en
sudor. Luego recordó el momento en que sintió la saliva de Nando estrellándose contra su frente. Eso pensó entonces; ahora, al palparlo y comprobar
sus dedos, Ayna pudo ver lo que era en realidad. Sangre.
Aquel último ataque de tos debió desgarrar algo
en el interior del hombre, y los secos y graves espasmos que acababan de
sustituir a los gritos enfurecidos primero y desesperados después de Nando, lo
confirmaban. Ayna los escuchaba amortiguados a través de la puerta, pero el
sonido era horrible, y demasiado cerca de su oído como para que Nando se
encontrara aún de pie.
El chico imaginó que su captor se había sentado
contra la puerta —como había hecho él—, encorvado, incapaz de detener la tos. O
aún peor: podía estar a cuatro patas, expulsando sangre por la boca,
agarrándose el pecho en un intento por calmar el dolor que debía estar
sufriendo. Ayna había tenido ataques de tos en alguna ocasión debido a la
sequedad ambiental, y aunque habían sido breves, un dolor agudo, apagado, se
posaba sobre el pecho. Así que no quería imaginar el sufrimiento de Nando.
«¿Y qué? —se preguntó sorprendido—. Se lo
merece.»
Era la primera vez que Ayna experimentaba el
sentimiento de rencor, y fue una sensación demasiado agradable, aunque eso no
impidió que el vestigio del antiguo niño se asustara un poco.
De pronto, sintió la apremiante necesidad de
alejarse de allí, de dejar de oír aquella macabra banda sonora mortal al otro
lado de la puerta, de olvidarse de Nando y Mila, no solo de aquella escena de
hace unos minutos, sino también de cuando los encontró, pues eso le hacía
recordar la seguridad que había experimentado junto a ellos, la confianza que
había depositado en aquel hombre amable y aquella extraña mujer, y eso le ponía
triste, y no quería estar triste, no podía permitírselo. No en ese mundo en el
que le esperaba un futuro tan claro como el agua. Un futuro en el que…
«Agua». Esa palabra interrumpió su apresurado
avance en busca de la salida.
¿Qué estaba haciendo? ¿Qué pensaba: irse de
allí sin sus cosas? Se acordó de la mochila que le regaló el anciano cura y por
alguna razón le dio más importancia que a la carretilla que contenía todas las
provisiones para sobrevivir.
La casa no era pequeña, pero tampoco grande; en
cualquier caso no era tan grande como en la que él había vivido, aquella casa
que ya no era su casa. Constaba solo de un piso, sin contar el sótano. Las
escaleras convergían en su ascenso en la cocina, cuyos muebles y fogones
presentaban un aspecto abandonado.
Ayna observó que en una parte de la encimera
que se hallaba justo debajo de la ventana que daba al patio trasero, había
restos de una hoguera y un hueso medio calcinado. ¿Serían huesos huma…? La
respuesta estaba clara y deshizo de inmediato la idea que empezaba a formarse
en su cabeza. Salió de allí.
Un pasillo corto y amplio se abrió ante él. En
una de las paredes había tres puertas; en la otra solo una, de doble hoja de
madera y cristal con simples estampados de cisnes. Miró primero tras esa
puerta. Solo una de las hojas giraba. La otra estaba fija con pestillos en el
suelo y en la parte inferior del dintel del marco. Se trataba del salón, y no
había nada. Solo un sofá y algún que otro mueble de madera. Los huecos que
había allí donde se había retirado un mueble para usarlo en el fuego conferían
a la estancia el aspecto de una boca desdentada, como la de Nando.
Ayna se dio la vuelta y se sorprendió al ver el
cuarto de un niño a través de una puerta entreabierta. Empujó con los dedos sin
mucha decisión, como si quemara, para comprobar que sus ojos no le engañaban y
efectivamente se trataba de la habitación de un niño.
La ventana estaba sucia y una cortina cubría la
mitad, pero dejaba pasar suficiente luz para ver el interior. No había fotos ni
muebles, solo algún que otro juguete y una cama hecha. Parecía extrañamente
limpia, como si solo hubiesen entrado para desvalijar todo lo que fuera de
madera y no hubiesen vuelto a entrar. Ayna se preguntó por primera vez si Nando
y Mila habían tenido hijos. Por otro lado, ¿había sido esa la casa de ellos
antes de todo lo ocurrido? No lo sabía. Lo que sí sabía era que su ansiedad por
salir de allí era cada vez más intensa. Así que cerró la puerta y entró sin más
en la habitación contigua.
Por fin. Ahí estaba la carretilla. Y la
mochila. Solo que eso no era lo único que había.
Mila también estaba.
Ver a la mujer ahí, sobre la cama, pálida y
completamente inerte, le trajo a la memoria a sus padres. La última vez que los
había visto fue cuando subió al dormitorio para hacerse con los pañuelos de su
padre, y en ese momento apenas los miró, pues no quería ver de nuevo tal
horror. Lo mismo hizo con Mila.
Se acercó veloz a la mesita y tras situar la
mochila abierta al borde arrastró con el brazo el mapa y el cuchillo en su
interior. Nando y Mila debían de haberlos sacado al comprobar el contenido. A
continuación pasó un asa por el hombro y salió de allí haciendo rodar la
carretilla. Cruzó el pasillo hacia la puerta que había en uno de los extremos.
Acertó al imaginar que se trataba de la principal.
Una vez fuera, se detuvo. Era una de las
pequeñas casas bajas de las afueras de la ciudad, con pintura y tejas que
hablaban del calor y el tiempo. Era de día y aún había mucha luz y hacía mucho
calor, por lo que Ayna supuso que todavía quedaban varias horas para el
anochecer. El hedor de la calle le golpeó toscamente. Se tapó con el pañuelo
que le colgaba del cuello; luego echó un vistazo rápido a la cesta de la
carretilla para ver si estaba todo y lo corroboró con una sonrisa triunfal.
Antes de iniciar la marcha, se hizo con otro pañuelo, se limpió la sangre de Nando
y se envolvió la mano herida con el hueso, pasándolo entre el pulgar y los
demás dedos.
Anduvo por unas calles estrechas, flanqueadas
por casitas bajas, atento a cualquier ruido, sin perder de vista su alrededor. Llegó
al extremo de una bocacalle en la cual se alzaba una señal roja.
—Stop —leyó Ayna apenas sin pronunciar la ese.
Sabía lo que significaba (lo había leído en algunos libros), pero era la
primera vez que veía esa palabra en una señal. La primera vez en nueve años que
pisó la calle fue el día anterior, y no la había visto por ningún lado, o no se
había fijado. Dejó de mirarla: no le gustaba. El color le recordaba a la
mejilla de Nando.
Esa calle convergía en una carretera estrecha.
«¿Adónde voy ahora?», se preguntó. El día
anterior echó a andar sin rumbo, con el único objetivo de salir de la ciudad,
de poner la mayor distancia entre su casa y él. Sin embargo, ahora veía todo
con mucha más claridad. El futuro que le esperaba era duro, un futuro en el que
no podría permanecer escondido siempre, ya que tendría que ir en busca de
comida, siendo él, al mismo tiempo, la comida para otros. Y sobre todo, estaría
solo; ya no confiaría en nadie. Necesitaba, pues, organizarse.
Se descolgó la mochila del hombro y extrajo el
mapa que le había regalado el viejo cura; pero entonces se le ocurrió algo.
Al otro lado de la carretera había tres o
cuatro granjas con tejados hundidos. A la derecha, más carretera y cielo
amarillo. Y a la izquierda…
«Ya sé adónde ir», pensó finalmente.
Con una sonrisa en los labios, Ayna comenzó a
andar.
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