jueves, 19 de febrero de 2015

Final sin fin

¿Y tú? ¿Tendrías el valor necesario?



La mujer llora en silencio. Las débiles llamas iluminan su rostro; tan demacrado y tan bello.

—No quiero ver a mi hijo morir —dice.

El hombre comprende; él tampoco quería, pero no había más remedio.

Besa a su mujer en los labios, y la abraza.

—Te quiero —le dice.

—Yo también.

Y aprieta el gatillo.

La llama disminuye y desaparece. Si hubiera leña, la reavivaría, pero no hay leña.

Ya no hay nada.

El hombre pugna por no llorar.



—¿Duele?

El chico no llora. Tiene siete años, y acaba de ver morir a su madre, pero el chico no llora. Tiembla ligeramente —una escena así no es agradable y la hoguera se acaba de consumir—, y el pensar si dolerá, le causa ansiedad y algo de temor, sin embargo no derrama una sola lágrima.

El hombre, por su parte, trata de evitar con toda su alma echarse a llorar. Lo que no puede controlar son los temblores, iniciados mucho antes de comenzar con todo aquello.

Mira al chico, y piensa si él también siente como si tuviera un agujero en el estómago, como si le hubiesen taladrado y vaciado las tripas. Había estado retrasando aquel momento mucho más de lo debido.

Estaban débiles, y lejos de cualquier otra localidad. Podrían haber guardado comida en una bolsa y haberse largado de allí, pero los suministros se habrían agotado mucho antes de llegar a cualquier sitio.

«¿En qué día me decidí a venir a vivir aquí?», se lamenta por enésima vez.

El chico le había preguntado si dolería.

—No más de lo que duele morir de hambre, hijo. No tengas miedo. —Amartilla la pistola. El chasquido destroza sus oídos y desquebraja su corazón. De nuevo.

—No tengo miedo —dice el chico con tono de protesta.

—Lo sé, hijo —logra sonreír el hombre.

—Sé que pronto volveré a estar con mamá. Y contigo.

El hombre no puede soportar más la presión que las lágrimas ejercen sobre sus ojos, y abraza al chico para que no le vea llorar. Se obliga a sostener la pistola con firmeza, y apoya el cañón en la parte posterior del cráneo del chico. Sorbe la nariz.

—Estoy preparado para el fin del mundo, papá.

—El fin del mundo pero no de nuestra vida juntos.

—El fin del mundo pero no de nuestra vida juntos.

Y aprieta el gatillo.

Un agudo pitido se introduce por su oído derecho y rodea su cráneo hasta instalarse en su cerebro. Su alrededor enmudece. Deja de oír, aunque no hay nada que oír.

Ya no hay nada.

Aprieta el cuerpo del chico contra el suyo y grita.

Hasta desgarrarse la garganta.



El reguero de sangre traza un siniestro camino. Desde los últimos rescoldos de la hoguera hasta la cabeza destrozada de la mujer una línea roja habla del inevitable final.

El hombre, apenas sin aliento de lo mucho que llora, con las mejillas brillantes de lágrimas, el rostro ceniciento y un agudo pitido en el oído derecho, posa el cuerpo del chico junto al de la mujer, temblando y arrastrando las rodillas en el parquét. Luego, él mismo se tumba al lado de ambos, desliza el cañón de la pistola entre sus labios azulados

(El fin del mundo pero no de nuestra vida juntos)

y aprieta el gatillo.

Si hubiera habido pájaros en aquel bosque que circunda la casa, habrían salido volando de las copas de los árboles, alarmados por el estridente sonido. Pero no hay pájaros ni copas donde ocultarse.

Ya no hay nada.

Los tres regueros de sangre se unen sobre el parquet. Como un abrazo eterno.


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